domingo, 18 de septiembre de 2011

HISTORIA: LA BATALLA DE CAUC II

El gorjeo de los dodos me despertó antes del amanecer. Apenas pude dormir tres o cuatro horas por culpa del ruido de aquellos horribles pájaros. Salí de mi tienda y me envolvió un olor agrio, mezcla de cientos de hogueras, ganado y de vómitos de la noche anterior. En el campamento todavía se oían los ronquidos de la tropa que dormía a mí alrededor. Todavía faltaba una hora para la diana. Aun así, algunos de mis hombres se encontraban rezando con el alba. Otros bruñían sus espadas y armaduras con una delicadeza casi sensual. Observé el campo que se extendía a mis pies una vez más. Allí enfrente continuaban acampadas las tropas del Septarca. En lo profundo de mi corazón, una inocencia, quizás estupidez infantil, soñaba que al despertar todos aquellos soldados se hubieran marchado por los caminos de Tauris con el rabo entre las piernas. Pero sólo era un sueño. Su campamento permanecía allí y dentro de poco se empezaría a despertar al igual que un oso después de la hibernación. Con lentitud pero con un hambre atroz.
Avanzaba a paso ligero con mi imponente armadura. Era una coraza de acero pavonado que apenas dejaba una rendija de espacio libre para el movimiento de las articulaciones. Tenía talladas con maestría las escamas de un saurio y el casco asemejaba la cabeza de un enorme tirano, con sus amenazantes colmillos sobresaliendo de entre sus fauces. Iba armado con un enorme martillo de guerra de dos manos, lo que me confería un aspecto salvaje. Según avanzaba, los hombres se apartaban de mi paso, sobrecogidos por un miedo irracional que les hacía alejarse de aquella bestia de músculo y metal en la que me había convertido.
Conforme llegaba a la vanguardia de mi ejército, los soldados empezaron a lanzarme sus vítores. Su espíritu se alegraba al ver a su señor, dirigiéndose para encabezarlos. El despliegue se había realizado ordenadamente. En la colina estaba la infantería más veterana, entremezclada con varios miles de civiles de Cauc que debían hacer bulto. El objetivo era que las tropas imperiales pensaran que todo el grueso de nuestro ejército se encontraba en la colina y trataran de flanquearnos con su caballería. La realidad era que la mayor parte de nuestros hombres se encontraban al otro lado de la montaña, dispuestos para frenar el ataque de sus caballos y proteger la ciudad. Mientras, la escasa caballería que nos acompañaba estaría entre ambas para apoyar allí donde fuera necesario. Tenía la promesa de que en algún momento de la batalla el señor de Tucc aparecería por la retaguardia del Septarca. Desde hacía varios días había sido imposible la comunicación con el norte, puesto que las patrullas enemigas hubieran capturado a cualquier mensajero que hubiese tratado de infiltrarse entre sus líneas. Sólo quedaba esperar que Pannias cumpliera su juramento y compareciese en la batalla.
Cuando llegué a la primera línea me quité el yelmo. Respiré profundamente y miré a los ojos de aquellos muchachos que pronto matarían y morirían por mí. Empecé una arenga, les hablé de la valentía que anida en el corazón de todo hombre. De la libertad, el honor y muchas de las frases vacías que inflaman el corazón de los guerreros. Y por supuesto les recordé las horribles consecuencias de una derrota. Sus mujeres e hijos convertidos en prostitutas y esclavos. Sus casas reducidas a cenizas y sus cuerpos mancillados por las bestias. Un discurso mezcla de orgullo y miedo que acabó en una algarabía de gritos enfervorecidos, intensificados por el entrechocar de los escudos con sus armas.
Me enfundé nuevamente el casco y clavé en el suelo una pica coronada con la bandera que habíamos adoptado como enseña de la unión de nuestros pueblos. Un fuerte viento de levante empezó a revolverla con furia, mientras empezaron a llegar los golpes rítmicos de cientos de tambores provenientes desde el campo enemigo. Sus tropas empezaban a desplegarse.

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