domingo, 27 de noviembre de 2011

HISTORIA: LA BATALLA DE CAUC V

El muro de escudos imperial era mayor y más consistente que el nuestro. Cuando los escudos se juntaron, resonaron casi al unísono. Madera contra madera. Nosotros teníamos unas tres o cuatro líneas de refuerzo, mientras el suyo tenía casi el doble. Ambos muros se encararon durante unos segundos en silencio hasta que empecé a gritar que los matáramos, que los matáramos a todos. Mis hombres dieron un paso adelante. Los escudos chocaron con estrépito y empezaron los insultos y las maldiciones. La guerra era muy distinta a como se contaba en las tabernas. No existían los duelos caballerescos y los combates singulares. Solamente hombres empujando hacía el frente sus escudos mientras que sus compañeros lanzaban cuchilladas con espadas cortas o arrojaban lanzas desde atrás. “Destrozad a esos salvajes malolientes” gritaba un oficial imperial antes de que mi martillo le chafara la cabeza como una fruta madura. Un veterano barbudo trató de aprovechar el movimiento para clavarme una espada pero un soldado de mi guardia desvió el ataque con su arma y otro de mis hombres le amputó la mano de un solo tajo. Ordené a los hombres que tenía más cerca que dieran un paso atrás, los enemigos de enfrente perdieron el equilibrio y aproveché para lanzar un martillazo de arriba hacía abajo que destrozó a otros tres soldados. Apenas un segundo después volvía a estar protegido por el muro. La batalla parecía estancada, algunos gritos se entremezclaban entre los golpes de madera y metal. Cuando un hombre recibía una cuchillada, otro apoyaba su escudo inmediatamente antes de que cayera al suelo. Allí, si tenías suerte, eras arrastrado hacía atrás por los compañeros, si no, morías pisoteado. El campo se había convertido en un cenagal de sangre y muerte. Observé que se iban uniendo más y más hombres al muro enemigo y nosotros ya habíamos usado a casi todos nuestros refuerzos. En la colina quedaban los arqueros que no podían actuar con nuestros hombres desplegados en el campo de batalla y apenas servirían para el muro. Nuestra exigua caballería tampoco sería útil salvo que desmontase. Y los civiles que ayudaban a retirar a los heridos, éstos huirían a las montañas en caso de derrota. Llamé a uno de mis oficiales y le ordené que iniciara una de las pocas cartas que me quedaban escondidas para aflojar la tenaza imperial. Uno de los abanderados levantó un pendón triangular en el cual hondeaba el rostro rabioso de un lobo. Un aullido estremecedor resonó a nuestras espaldas y como si de un torbellino se tratase aparecieron un centenar de perros de guerra lanzándose al ataque desde la colina. La noche anterior todos nos habíamos embadurnado con grasa de uro. Los perros habían sido entrenados para atacar a todo aquel que no desprendiera aquel desagradable olor. Las fieras, más lobos que perros, se introdujeron entre nuestras líneas y atravesaron el muro de escudos enemigo con una agilidad sorprendente. Los soldados imperiales no sabían lo que tenían entre las piernas hasta que les desgarraban los tobillos y al caer les destrozaban el pescuezo de una dentellada. En unos segundos habían acabado con un hombre y se lanzaban contra su siguiente víctima. El enemigo empezó a deshacerse por el pánico quedando sus cadáveres en el suelo con rostros agónicos de terror. Cada vez que el muro imperial se deshacía, un grupo de mis hombres se introducía en él como un tentáculo en busca de su presa. Cada una de nuestras dentelladas acababa con decenas de sus hombres. Cada vez más, a los sargentos imperiales les costaba mantener la posición de sus hombres. Las bajas estaban siendo cuantiosas, así que los mariscales decidieron enviar al resto de su infantería. En su campamento apenas quedaban los arqueros, la guardia imperial y lo sirvientes. Era el todo por el todo. Las tropas imperiales volvieron a formar un nuevo muro de escudos pero esta vez nuestros hombres estaban exhaustos. Tras varias horas de lucha sin descanso, con los cuerpos cubiertos de sangre y barro, las espadas y los escudos pensaban tanto que costaba mantenerlos en alto. Mis exploradores me habían informado del ataque fallido de la caballería y del asedio que estaban realizando al castillo de Liria. No podíamos esperar ningún refuerzo más y los hombres que formaban delante nuestra estaban frescos. Aquella oleada parecía no cesar. Era como una plaga de langostas que acabaría devorándonos a su paso. Los imperiales empezaron a acabar con los perros de guerra y como una poción curativa que los sacara de un trance dejaron de temerlos en cuanto vieron a los primeros retorcerse y gemir bajo sus espadazos.