lunes, 26 de septiembre de 2011

HISTORIA: LA BATALLA DE CAUC III

Su infantería se alineó en el camino que llevaba a Cauc. Frente a ellos solamente había unos campos de cebada y la subida a la colina. Sus gallardetes ondeaban majestuosamente al viento y sus cotas de malla brillaban con intensidad por el sol. Los arqueros se encontraban en retaguardia. Mientras, la caballería formó un frente de batalla compacto que tenía la orden de avanzar hacia la ciudad. Su caballería pesada era majestuosa y temible. Los caballos estaban cubiertos de gualdrapas metálicas sin ningún tipo de adorno superfluo y habían sido entrenados para convertirse en un arma más del caballero. Morderían y cocearían a cualquier enemigo que estuviese a su alcance.
Al contrario de nuestras tropas, se desplazaban en completo silencio y con una marcialidad que envidiaría cualquier caudillo. Tenían el ánimo por las nubes. En mil años ningún ejército había derrotado en batalla campal a las tropas de ningún emperador.
Desde la colina pude observar como sus arqueros avanzaron entre la formación de hombres de armas y se pusieron en primera línea. Tensaron las cuerdas, levantaron los arcos y lanzaron una primera andanada de flechas. El viento de levante que soplaba aquella mañana pareció arreciar a nuestro favor y agitó las flechas en el aire como si se trataran de las delicadas ramas de un arbusto. Parecía que las Lunas nos favorecerían en la batalla. Una nueva descarga y las flechas volvieron a quedarse a medio camino ante los golpes de las rachas de viento.
Mis tropas estallaron en una sonora carcajada y empezaron a increpar y a burlarse del enemigo. Dudo que ninguno de los insultos llegara a sus oídos. La única respuesta fue la orden del oficial imperial de desistir en la táctica, retirando a sus arqueros para no desperdiciar más flechas. Los trompetas tocaron avance de infantería. Mientras, la caballería se había perdido de mi vista. Habían cruzado las columnas de Zallet, marchando camino de Cauc. Esperaba su reacción ante la sorpresa que le aguardaba en el camino.
Los hombres de armas avanzaban pausadamente, sin prisas, sin carreras alocadas en pos de la gloria. Era un ejército ordenado y disciplinado. Cada hombre estaba situado como una pieza de un tablero de ajedrez, avanzando al ritmo que marcaban sus tambores. Atravesaron el camino de adoquín y se adentraron en las tierras de cultivo. Durante varios días había ordenado inundarlas para convertirlas en un barrizal. Los hombres, enfundados en sus pesadas mallas, se fueron introduciendo tranquilamente en aquellos campos de barro. No se habían dado cuenta, pero cuando llevaran apenas media hora con aquel lodo pegado en sus botas, les pesaría como si se tratase de una losa de piedra agarrada a sus cuerpos. A pesar de ello continuaban avanzando con la seguridad que les daba creerse invencibles. Nuestros escasos arqueros dispararon un par de descargas con sus arcos, pero se cobraban pocas víctimas debido a lo exiguo de su número. No teníamos los suficientes arcos como para barrer el frente de su formación. Pese a ello se lanzaron tres andanadas más antes de que iniciáramos la carga colina abajo.
Agarré con fuerza mi martillo de guerra y con un grito rabioso empecé a descender contra el enemigo en una carrera desenfrenada. Los imperiales no se inmutaron. Eran soldados profesionales. Los oficiales dieron orden de formar un muro de escudos y fue en este momento en el cual detectaron la artimaña, se encontraban cubiertos de barro y los hombres no podían formar el gran muro de escudos que habían ordenado. Sus movimientos eran muy lentos y pesados. Sin embargo, los oficiales no se dejaron llevar por el desconcierto y ordenaron la formación de varios muros entre las compañías que se encontraban más cercanas entre sí. Esto les confirió mayor debilidad al disminuir el número de hombres en cada formación. El choque entre ambos ejércitos fue brutal. Resonó en todo el valle como un gran trueno, incluso la tierra tembló bajo nuestros pies.
Agarré con las dos manos mi martillo y cargué con él como si se tratase de un ariete. Rompí un muro de escudos gracias a que todavía eran pocos los soldados que se habían apiñado para hacerme frente. Aprovechando el desconcierto, empecé a balancear con movimientos semicirculares mi arma, destrocé la cabeza de un lancero y con la fuerza del rebote golpeé el pecho de un muchacho rubio que se acercaba a mí con un garrote. Mis soldados, empuñando espadas cortas, rodelas y coletos de cuero se movían ágilmente entre las tropas del Septarca. Soltaban tajos a diestro y siniestro, entre las protecciones de sus cotas de malla. A mis pies, se encontraba un soldado con los tobillos cortados, al cual rematé con una patada que le destrozó la mandíbula. A pesar de llevar más de treinta kilos de metal, me movía con la suavidad de un águila mecida por el aire. Me embargaba la locura del guerrero y los brazos no sentían ni dolor ni peso alguno. Acabé con otros dos soldados con otro movimiento de mi martillo antes de que las primeras líneas imperiales empezaran a flaquear. Muchos de sus muros de escudos fueron sorprendidos antes de agruparse y se replegaron al amparo de la segunda línea de infantería. Éstos habían aprovechado el caos inicial para formar su propio muro. Sus oficiales ya se habían dado cuenta de que la mayor parte de nuestra infantería no había bajado la colina y a través de sus vigías descubrieron que se trataban de civiles desarmados. Varios mensajeros salieron corriendo para informar de la farsa a sus mariscales, que observaban la batalla desde una estructura de madera parecida a una torre vigía.
Ordené a mis hombres formar un gran muro de escudos. No éramos los suficientes para dividirnos y pronto las formaciones enemigas tratarían de maniobrar para envolvernos en un movimiento de pinza. Fue una extraña pausa en medio del combate. Un breve respiro en el que ambas tropas se reagrupaban para reiniciar el combate. Ahora todos estábamos enfangados y aunque ellos estarían más cansados y sus movimientos eran más lentos, a su favor tenían una superioridad numérica abrumadora. Entonces, los dos muros de escudos chocaron

domingo, 18 de septiembre de 2011

HISTORIA: LA BATALLA DE CAUC II

El gorjeo de los dodos me despertó antes del amanecer. Apenas pude dormir tres o cuatro horas por culpa del ruido de aquellos horribles pájaros. Salí de mi tienda y me envolvió un olor agrio, mezcla de cientos de hogueras, ganado y de vómitos de la noche anterior. En el campamento todavía se oían los ronquidos de la tropa que dormía a mí alrededor. Todavía faltaba una hora para la diana. Aun así, algunos de mis hombres se encontraban rezando con el alba. Otros bruñían sus espadas y armaduras con una delicadeza casi sensual. Observé el campo que se extendía a mis pies una vez más. Allí enfrente continuaban acampadas las tropas del Septarca. En lo profundo de mi corazón, una inocencia, quizás estupidez infantil, soñaba que al despertar todos aquellos soldados se hubieran marchado por los caminos de Tauris con el rabo entre las piernas. Pero sólo era un sueño. Su campamento permanecía allí y dentro de poco se empezaría a despertar al igual que un oso después de la hibernación. Con lentitud pero con un hambre atroz.
Avanzaba a paso ligero con mi imponente armadura. Era una coraza de acero pavonado que apenas dejaba una rendija de espacio libre para el movimiento de las articulaciones. Tenía talladas con maestría las escamas de un saurio y el casco asemejaba la cabeza de un enorme tirano, con sus amenazantes colmillos sobresaliendo de entre sus fauces. Iba armado con un enorme martillo de guerra de dos manos, lo que me confería un aspecto salvaje. Según avanzaba, los hombres se apartaban de mi paso, sobrecogidos por un miedo irracional que les hacía alejarse de aquella bestia de músculo y metal en la que me había convertido.
Conforme llegaba a la vanguardia de mi ejército, los soldados empezaron a lanzarme sus vítores. Su espíritu se alegraba al ver a su señor, dirigiéndose para encabezarlos. El despliegue se había realizado ordenadamente. En la colina estaba la infantería más veterana, entremezclada con varios miles de civiles de Cauc que debían hacer bulto. El objetivo era que las tropas imperiales pensaran que todo el grueso de nuestro ejército se encontraba en la colina y trataran de flanquearnos con su caballería. La realidad era que la mayor parte de nuestros hombres se encontraban al otro lado de la montaña, dispuestos para frenar el ataque de sus caballos y proteger la ciudad. Mientras, la escasa caballería que nos acompañaba estaría entre ambas para apoyar allí donde fuera necesario. Tenía la promesa de que en algún momento de la batalla el señor de Tucc aparecería por la retaguardia del Septarca. Desde hacía varios días había sido imposible la comunicación con el norte, puesto que las patrullas enemigas hubieran capturado a cualquier mensajero que hubiese tratado de infiltrarse entre sus líneas. Sólo quedaba esperar que Pannias cumpliera su juramento y compareciese en la batalla.
Cuando llegué a la primera línea me quité el yelmo. Respiré profundamente y miré a los ojos de aquellos muchachos que pronto matarían y morirían por mí. Empecé una arenga, les hablé de la valentía que anida en el corazón de todo hombre. De la libertad, el honor y muchas de las frases vacías que inflaman el corazón de los guerreros. Y por supuesto les recordé las horribles consecuencias de una derrota. Sus mujeres e hijos convertidos en prostitutas y esclavos. Sus casas reducidas a cenizas y sus cuerpos mancillados por las bestias. Un discurso mezcla de orgullo y miedo que acabó en una algarabía de gritos enfervorecidos, intensificados por el entrechocar de los escudos con sus armas.
Me enfundé nuevamente el casco y clavé en el suelo una pica coronada con la bandera que habíamos adoptado como enseña de la unión de nuestros pueblos. Un fuerte viento de levante empezó a revolverla con furia, mientras empezaron a llegar los golpes rítmicos de cientos de tambores provenientes desde el campo enemigo. Sus tropas empezaban a desplegarse.

viernes, 9 de septiembre de 2011

HISTORIA: LA BATALLA DE CAUC I

La noche era fresca y apacible. Me encontraba de cuclillas, acariciando la humedad que atesoraba la hierba. Mañana a esta misma hora todo este bello tapiz estaría manchado por la sangre y los cuerpos de cientos de muchachos, mientras los carroñeros aprovecharían para darse un festín.
Eran muchas las batallas que tenía sobre mi conciencia y siempre que la ocasión me lo permitía me gustaba alejarme del campamento y otear el campo de batalla la noche previa al combate. Había escuchado a mis hombres murmurar al respecto, corría el rumor de que iba a rezarle a las Lunas rogándoles por la victoria. Otros decían que era para hechizar el campo de batalla con extraños rituales de magia oscura. E incluso los más prácticos creían que simplemente iba a revisar la estrategia de las tropas a pie de campo. Todos ellos se equivocaban. Simplemente huía del campamento, necesitaba escapar de aquel tumulto de hombres enfebrecidos ante la posibilidad de no gozar de la siguiente noche. Prefería estar solo con la mente en blanco observando el horizonte a mis pies, recordando una y otra vez los rostros de todas aquellas víctimas que habían caído bajo mi martillo de guerra. Los poetas nunca hablaban del vacío que experimenta el alma de un guerrero tras años de luchas y muertes a sus espaldas. No describen a los huérfanos, viudas, padres y madres que he dejado tras de mí.
Tras décadas de luchas fraticidas entre los distintos pueblos de Jorne, un formidable enemigo se había adentrado hasta el mismo corazón de nuestra tierra. El Septarca Bedlas II se había cansado de nuestra independencia. Sólo la oscura expectativa de una desaparición inminente había conseguido unirnos bajo el mismo estandarte. Su ejército era formidable, más de cincuenta mil hombres, la mayoría con cota de malla y entrenados para la batalla. Entre ellos, la caballería pesada, liderada por el mismísimo heredero del trono imperial.
Era probablemente el ejército más grandioso de todos a los que había tenido el honor de enfrentarme. A pesar de ello, no temía a la muerte, pero sí a la derrota. Un fracaso en el campo que se extendía a mis pies significaba el fin. No podía permitirlo, la vida de mi pueblo estaba en juego.
No llegábamos a treinta mil hombres, veinte mil infantes, dos mil arqueros y poco más de mil caballeros. Esto era todo lo que podíamos reunir los señores de Jorne. Nuestro pequeño ejército se había acantonado en una colina cerca de la ciudad de Cauc y me habían nombrado caudillo de las tropas puesto que era el señor de la guerra más respetado entre mis iguales.
Tras un buen rato en la colina, inmerso en mis pensamientos, volví al campamento. Me senté cerca de un fuego para observar a mis hombres. Muchos de ellos bebían o buscaban el afecto de alguna prostituta. Cada uno luchaba contra el miedo como podía, y eran  muchos los que simplemente se dejan llevar por sus instintos más primarios. Algunos rezaban y dormían como troncos. Otros, al contrario, lloraban y sufrían diarrea. La mayoría simplemente pasaban la noche hablando de los asuntos más banales. La música y las discusiones resonaban por todas las esquinas del campamento. Sólo deseaba que mis hombres disfrutaran de una noche de diversión antes de la batalla.