domingo, 18 de diciembre de 2011

HISTORIA: LA BATALLA DE CAUC VI (FINAL)

El casco empezó a cocerme la cabeza, me lo quité y el viento refrescó mi cara. Miré a mi alrededor, veía a cámara lenta a mis hombres sostener sus escudos con fiereza, empujar y sostener a sus compañeros de delante frente a las acometidas del enemigo. Su ánimo no parecía decaer, aún así, en sus rostros cubiertos de polvo y sudor se reflejaba el cansancio acumulado de varias horas de lucha. Miré al horizonte y pude observar aquel torreón de madera, desde donde los estrategas imperiales diseñaban un nuevo ataque contra mi ejército, mientras, estaba convencido que disfrutaban de aperitivos y bebidas frescas. Con este pensamiento fui consciente de la sequedad de mi garganta y del dolor de mis músculos. Arrojé el casco y mi martillo al suelo y agarré una espada y el escudo de un cadáver. Corrí nuevamente hasta la primera línea y uní mi escudo con el de mis hombres. Si debía morir, moriría empujando junto con mis hermanos. Durante un buen rato conseguimos mantener la formación, pero poco a poco íbamos retrocediendo. No veía nada a mi alrededor, sólo los cuerpos de los hombres que tenía cerca. Entre las rendijas de los escudos observaba los ojillos desorbitados de algún enemigo. Lanzaba estocadas entre las piernas, aunque rara vez enganchaban carne. Nuestras fuerzas estaban menguando y no aguantaríamos mucho rato. En medio de aquel calor asfixiante un cuerno resonó en toda la llanura. No se trataba de un cuerno de Jorne si no de una tromba imperial. Temí lo peor, nuevas tropas liberadas del asedio de Liria se unirían para refrescar su ataque. Sin embargo, el sonido transmitía miedo y urgencia. Poco a poco empezó a correr el rumor que el enemigo huía y en menos de una hora se había deshecho el muro de escudos imperial y sus tropas retrocedían ante nuestra estupefacta mirada. Di orden de que nuestra caballería bajara de la colina para hostigarlos y darnos el suficiente tiempo para retroceder y reorganizarnos. Tenía que descubrir que diablos estaba ocurriendo. Subí a un caballo y cabalgué colina arriba hasta un pequeño risco que me permitió observar otro combate que se estaba desarrollando en el campamento enemigo. La torre donde se encontraban los comandantes imperiales estaba rodeada por una caballería que hondeaba la enseña de Tucc. Los combates duraron apenas una hora más. Todo se acabó al atardecer cuando una marcha militar indicó la rendición del ejército del Septarca.
Acabada la batalla me enteré que las tropas de Tucc habían atravesado el Sibris por un puente construido con barcas de pescadores y había permanecido en un bosque cercano por orden de su señor. Pretendían ver hacía que lado se decantaba la batalla antes de intervenir. Sin embargo, Ausias, el hijo mayor de Pannias, desobedeciendo las órdenes de su padre, lanzó a sus soldados contra la retaguardia imperial al ver que los mariscales enviaban a toda su infantería contra nuestro muro de escudos. Destrozó a sus arqueros en minutos y sitió con sus hombres la torre donde el mismísimo príncipe dirigía la batalla. La guardia imperial, formada por quinientos hombres, apenas pudo mantener el ataque frente a mil quinientos caballeros y más de cuatro mil hombres de armas, viéndose obligada a rendirse para no acabar todos quemados en el interior del castillete.
Al ver esta situación, y temiendo por sus pagas, los mercenarios que asediaban Liria depusieron sus armas y la caballería tuvo que volver inmediatamente al centro de la batalla. Liberando a las tropas del castillo que se unieron nuevamente al combate. Poco más pudieron hacer los ejércitos imperiales, rodeados, exhaustos, maltrechos, con más de la mitad de sus efectivos caídos y con sus líderes capturados por el enemigo. Se decretó una tregua antes de firmar la capitulación.
Había sido un día largo. Una victoria que recordarían las siguientes generaciones durante siglos. Esa misma noche subí al lugar donde había observado el campo de batalla la anterior madrugada. Escuche los gemidos de los moribundos, las llamadas de aquellos que buscaban a sus familiares entre los heridos y los sacerdotes pidiendo a las Lunas por el perdón de tantas almas. El viento que por la mañana nos había salvado de las flechas imperiales ahora me traía el desagradable olor a muerte. El lúgubre olor de la libertad. A pesar de ello, la noche era fresca y apacible.

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